A las seis y cuarto he abierto la ventana del salón en pleno invierno
y, copiando el desequilibrio más típico, he permanecido desnuda;
sólo unos calcetines grandes que te iban bien a ti
y un paraguas feo y viejo sobre mi cabeza.
Parada en el quicio de la ventana, feliz de pensarte,
de descubrir hasta en la brisa tu boca soplándome,
de ver a lo lejos pájaros sin color que no saben de ti mientras se esconden del frío
y un sauce llorón que imita la forma de mi cuerpo pero sin paraguas;
un escalofrío galopante idéntico a tu puerta que se cierra
y una cama sin sábanas en la otra punta de la casa.
En primera línea no hay farolas, al fondo ya sí.
Por allí pasa el tren, ¿sabías?, un tren cada dos horas, uno de cada dos de mercancías,
y en el andén espera un perro de bigotes blancos que cree que ya no es mío
porque espera ese tren tuyo que parece de los viejos de antaño, de caldera,
de maletín y bombín chato, de ti en viejas fotos y sombrereras,
de ti en el rizar del pelillo de mi nuca aquí desnuda,
de ti en el borde de la acera sin luz,
en la base de mis pies y tu suelo frío,
de ti en el caballete de pintura,
en mi ropa tirada en el quicio de la bañera,
de ti en este frío que me galopa y me encoge,
de ti en mí y en mi paraguas que no sirve para nada aquí dentro,
ni para volar si me lanzara en calcetines
por la ventana, entre estos pájaros que juegan
al escondite por si llegases de pronto.